La ley y la trampa

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Si en el plano político, por ejemplo, algo tan importante como la educación en España ha sido un elemento de cambio y confrontación por parte de cada gobierno, con algo tan importante como son los reguladores «supuestamente» independientes, también se ha reproducido este comportamiento cainita. Y, lo ha sido tanto en el papel, en la ley, como en el comportamiento de facto alrededor suyo, consistente en todo lo que hay asociado, los procesos de selección de consejeros y presidentes, cobertura de puestos o las presiones ante decisiones concretas, o la forma de recabar su concurso en apoyo de los gobiernos de turno.
Así, desde que llegó al poder, el Gobierno popular había puesto en el punto de mira a los reguladores, merced al proceso final de renovación de los componentes de los mismos tras la última reforma que elaboró Elena Salgado materializada en la Ley de Sostenibilidad, que también se malogró en parte al final. Los populares entraron con ganas de pasar a cuchillo aquello que surgió del frío, más allá de garantizar la función de estos organismos en una sociedad económicamente occidental y con instituciones avanzadas.
Al final, se embarcó en una reforma impulsada por Moncloa que ha tenido varios frentes abiertos permanentemente. El más importante es la propia aparatosidad y polémica en el plano internacional y europeo con la que viene precedida esta norma, dado que no era presentable bajo ningún punto. En segundo lugar, si en el papel era de bochorno, la dinámica política de la política politizada puede empeorar aún más las previsiones que se hacen al amparo del diseño institucional, por llamarlo así, que se trasluce de la norma.
Un hecho es la conformación de un órgano centralizador tan anómalo como la nueva Comisión Nacional de Mercados y Competencia, en un diseño bajo la coartada formal del «ahorro de costes» (demagógica, burda y ridícula por su volumen, pero en tiempos de crisis es esgrimible oportunistamente por su simplificación). Al mismo tiempo, se procede a un vaciamiento de funciones de estos órganos, de entrega al poder político y de reducción formal de su capacidad, autonomía e independencia. Concretamente, en el ámbito energético esto se centra en la Comisión Nacional de Energía y en la Comisión Nacional de Competencia, integradas en lo que podríamos titular en esa nueva CNCM, «el sueño de Berenguer». Mira por dónde, al final se implanta un modelo intervencionista. Y es que los extremos siempre se tocan.
Al mismo tiempo, esta ley posibilita la instrumentación desde el Gobierno de la intervención en operaciones corporativas, de forma que pueda «premiar a los buenos y castigar a los malos» bloqueando o propiciando, de forma discrecional y arbitraria desde los propios Ministerios, aquellas operaciones en las que intervengan operadores internacionales de los sectores económicos bajo su competencia, tras la desconstrucción de la función 14 a favor del propio Gobierno y una visión un tanto confusa y anárquica de lo que es regulado y lo que no (véase la posición de los sucesivos gobiernos sobre las actividades eléctricas; para echarse a temblar).
De hecho, desde el Gobierno, y sin ocultaciones (lo cual se agradece), se ha utilizado en sus argumentarios la necesidad de incrementar la alineación de estos órganos reguladores en otros países independientes con la política del ejecutivo, evitando favorecer su independencia. Perdón, una pregunta, ¿pero, en el caso de los órganos reguladores, el objetivo no debería ser el contrario?
A esta reducción formal, viene añadidamente la reducción de facto. Puesto que existen personas biempensantes convencidas de que el Estado es el Derecho y que el Derecho es el Estado. Y la constatación de que un diseño en el papel del BOE garantiza que no se deforman ni los objetivos, ni la intencionalidad de la norma. Pero en los tiempos de la política líquida en un país con escasa credibilidad de sus instituciones, empeñado en derribarlas aún más, eso es así.
La confrontación de la ley escrita con la realidad de su aplicación, en entornos como el español y su consiguiente perversión vía aprovechamiento ventajista de la realidad, es ya una tradición del desinstitucionalismo en nuestro país. En su momento, la última reorganización de los órganos reguladores proveniente de la etapa Zapatero era bastante razonable en el papel. Pero luego, la forma en que desde el Gobierno se ejecutó la renovación de los órganos reguladores dio al traste con el diseño normativo creado, para ser una verdadera burla y una pantomima a los teóricos de la regulación y las instituciones.
Ahora, estamos en vísperas de una reedición de lo mismo. En los círculos políticos, se confirman ahora las posibilidades que tiene el actual presidente de la CNE, Alberto Lafuente, de que pase a ser vicepresidente del nuevo organismo, merced al meritoriaje, colaboracionismo con el equipo actual de Industria, a partir del acuerdo político para la remodelación que saldrá del desarrollo de esta ley.
Y, puestos en esto, ¿es razonable que se perpetúe el modelo de «El Gatopardo» (que todo cambie para que todo permanezca igual) en el ámbito de los reguladores sectoriales que no han sido independientes porque la política no tiene convicción ante ese concepto? Y, en conclusión, ¿hacía falta tanto escarnio y bochorno como el que ha infligido esta Ley de reguladores independientes, en las instituciones españolas, en la economía y en la política, para llegar a esto?