La energía, Caperucita Roja y la globalización

La historia siempre tiende a repetirse y por los caminos más inextricables. Generalmente el perfil personal se asemeja, persona que accede a un puesto de responsabilidad en la Administración, con envidiable juventud, procedente en términos ideológicos de áreas fronterizas de la izquierda con otros fenómenos que emplean el adjetivo revolucionario en su denominación. Hoy ese enfoque se ha diluido en otros fenómenos como el ecologismo o la antiglobalización.

Fruto de determinadas (y legítimas evidentemente, a la par que discutibles) convicciones ideológicas mantienen un enfoque de que la actividad de un sector económico ha de ser pública, principalmente, y además mantienen fuertes recelos hacia la iniciativa privada y las empresas. Ese tipo de perfil es un caldo de cultivo idóneo para los intervencionistas de tradición, que también los hay y en abundancia, dado que encuentran su agosto en influir en el predispuesto o predispuesta, y al tiempo, encontrar su parcela de influencia y poder.

Y, en el caso de que, como mal menor tenga que existir iniciativa privada, entienden que ésta tiene que tener fuertes controles, utilizar a las empresas como meros instrumentos al servicio del gran hermano planificador, de forma que se les determine qué tienen que hacer, cuando, de qué forma y a qué precio. Son por tanto una primera forma un tanto ‘chusca’ de outsourcing de la Administración de turno. Da igual que se trate de proveer servicios sanitarios que de proveer de servicios de telecomunicación o de energía. Es una forma de legitimar el intervencionismo, basado en que la consideración de lo que tiene que ser un servicio o un suministro es siempre un bien común o un bien público y su conocimiento reside en un planificador, que entre otros fines tiene el de maximizar su propio beneficio y ocupar los mercados y la actividad de los sectores.

En esto que nos situamos en el primer gobierno de Felipe González, y nos aparece como Directora General de Energía, Carmen Mestres. Mujer que venía precedida de un indudable perfil ideológico. Su apodo, malévolo y naif a la vez, era Caparucita Roja. Y todos recuerdan como su objetivo era, en los tiempos en que Iñigo de Oriol era presidente de UNESA, seguir una política fuertemente intervencionista con las empresas energéticas, hacer más bien de lobo que de Caperucita. Al parecer esos brotes revolucionarios duraron poco: el tiempo de conocer el sector y de que empezara a surtir efecto la necesidad de pragmatismo, algo que el propio presidente del Gobierno entonces imprimió en la Administración con mucha claridad y celeridad.

Entre el año 1982 y hoy han pasado más de veinticinco años y hemos asistido a un fenómeno imparable, la globalización. Un fenómeno que se caracteriza por la libertad de movimientos a nivel mundial, de capitales, de personas y de información. En los sectores económicos esto se traduce en que los inversores tienen muy pocas barreras de entrada y de salida de unos sectores a otros, y los entornos financieros se han hecho tremendamente eficientes con respuestas casi instantáneas, que recogen y descuentan las condiciones de un mercado. Por tanto, cuando en un sector como el energético español se le castiga duramente a través de la regulación, con una acción persistente y poco pensada, es fácil que las condiciones financieras del mismo ser reflejen en un castigo en Bolsa. Y, hemos hablado en estas páginas del efecto sobre Iberdrola (y como se ha facilitado que se adquiera por una empresa extranjera al haber reducido su valor), pero las consecuencias sobre Acciona (y el endeudamiento derivado de su operación corporativa junto con Enel para adquirir Endesa) y las propias Enel y Endesa, reflejan las consecuencias ignominiosas de esta actuación.

Todo cuento tiene su moraleja. La procedencia y trayectoria ideológica de cada uno no debe ser excluyente en ningún caso para el ejercicio de cargo público. Ni siquiera la situación y posicionamiento en el momento en que un cargo público está en ejercicio requieren la necesidad de conversión a un modelo en concreto. Lo que sí es la moraleja de este minicuento, es la necesidad de gestionar y dirigir un sector con pragmatismo e inteligencia, y no con dogmas, retos y enfrentamientos. Conociendo las implicaciones inversoras y financieras del mismo, conociendo las reglas del mercado de forma que sea más transparente y eficiente (tanto las actuales y anticipando las consecuencias de las mismas). Elaborando políticas de futuro claras y enviando señales nítidas a los agentes en lugar de contradicciones (fíjense lo que está pasando con las renovables o en la política medioambiental de derechos de emisión del carbono). Respetando los principios de legalidad y estabilidad jurídica, es decir regulando bien, que es la esencia de la inversión de los agentes, que puedan predecir el futuro. Comprendiendo las realidades de un mercado internacional en que la intervención de la Administraicón en un país en un entorno globalizado sólo puede ser negativa. Sin el apriorismo de ejercer la intervención, para buscar a toda costa arañar y erosionar a las empresas para jibarizarlas y dejar un sector convertido en un Gulag. En el ámbito energético, necesitamos, por tanto, gestores no intervencionistas, que sepan vincular a los sectores económicos con las políticas estratégicas (y lógicamente que las elaboren primero, claro).

Si no, acabaremos diciendo que viene el lobo. A lo mejor ya está aquí.