El Gobierno obliga a comprar carbón nacional: una decisión poco sostenible
Tal y como se pudo conocer ayer, los dilemas se han esfumado en lo que se refiere al problema generado en la industria extractiva de carbón nacional, cuya demanda se ha visto ostensiblemente reducida por la caída de la demanda eléctrica. El problema: que las centrales térmicas del norte habían hecho un acopio importante de carbón nacional (estando ya hasta los topes), el Gobierno había creado una reserva estratégica de carbón nacional (ya superada en sus dimensiones). A ello hay que unir que las empresas españolas disponen de carbón extranjero vía contratos y vía la titularidad de explotaciones y propiedad de las mismas, más eficiente y más barato (incluyendo el transporte del mismo).
A esto hay que añadir que el precio de la electricidad en el mercado mayorista está muy bajo y los costes de la térmica son altos incluyendo los derechos de emisión y más altos si utilizan carbón nacional de menos poder calorífico. Mientras tanto, crece la presión directa en las cuencas mineras por parte empresarial y sindical para que se “queme carbón”.
Puestos en esta tesitura, que decíamos ayer, el Gobierno opta porque el Secretario de Estado de Energía se reúna con las empresas eléctricas y se inste (se obligue) a las mismas a comprar carbón nacional y, por tanto, a quemar el mismo produciendo electricidad a través de esta tecnología.
Las consecuencias directas para la generación de electricidad son evidentemente sustitutivas, por lo que, en la medida que hay menor demanda, el margen de entrada para producción eléctrica con otras fuentes se reduce. Probablemente, quienes se vean más afectadas, en un primer momento, sean las centrales de ciclo combinado (gas), que con menos costes que el carbón tendrán que retirar producción del mercado, para que entre el carbón. Todo ello, en la medida que la producción renovable actual entra en el mercado de forma automática. Consecuencia directa, pero de segundo orden: aumento del precio en el mercado de generación a la vista.
Las siguientes consecuencias son de segundo orden y medio plazo: dudas e inestabilidad de la capacidad de aumentar la potencia renovable, cuestionamiento de la política medioambiental del Gobierno en el principal sector en generación de emisiones de carbono (decisión poco “sostenible” medioambientalmente, pero también económicamente), introducción de ineficiencias en el mercado de generación eléctrica que se propaga a la tarifa, traslado sectorial de las ineficiencias, etc…
Las terceras consecuencias (o mejor dicho lecturas) son más peligrosas y tienen que ver con el medio plazo y los “mensajes”. No solamente por la escasa convicción de la política medioambiental que ya se ha criticado abiertamente (incluso en tiempos de crisis de demanda pueden subir las emisiones de carbono, vaya por delante). Va más allá. Y está relacionada con la debilidad del Gobierno y la forma en que gestiona de las presiones (sindicales, empresariales y sociales) de forma que se puede sacrificar el funcionamiento racional de los mercados. En todo caso, hay otra forma de gestionar las presiones y los problemas que es reformar, pero el propio presidente del Gobierno, el leonés y próximo a las zonas mineras, ya anunció que lo prioritario es la garantía de la paz social (mientras se pueda y lo permitan estos desaguisados, claro).
Por tanto, el Gobierno estimulado por el nacionalismo minero residual, por el proteccionismo económico, ha vuelto por los viejos fueros de sindicar el problema, de trasladarlo intersectorialmente en forma de subsidios cruzados de forma que no se conozca nunca la realidad y se transformen los problemas en un pasteleo. Y luego queda el “formato”, la escenificación de la medida, pavorosa: escena de autoridad competente (otro tiempo, otro formato de sociedad) rodeada de los Presidentes de las empresas eléctricas, impelidos por vía gubernativa y administrativa a la ‘omertá’.
No hemos entendido nada. Lo pagaremos todos.


