La no subida del butano: un mal ejemplo, un mal presagio, una mala práctica.

La semana pasada pudimos conocer como el Ministerio de Industria decidió no subir los precios del butano, congelando los precios de la bombona hasta fin de año, pese a la evolución de los precios de los combustibles. La justificación que ofrece el Ministerio de Industria ante esta medida es la protección de los consumidores y la existencia de tensiones especulativas que han propiciado la subida de precios de las materias primas. Por otra parte, y según la fórmula recién aprobada en la que se recogía la evolución de los precios, debería haberse subido un 9 % el precio de la bombona, algo que parece que su mayor problema, es que es insoportable políticamente.
Lecturas de esta decisión de no subida del butano.
– La primera es la perversión de los mecanismos que se fijan como articuladores del funcionamiento de los sectores energéticos. Quiere decirse que si existe una normativa vigente y se establece una determinada fórmula de fijación/revisión de precios, ésta debería aplicarse, sobre todo para garantizar la seguridad de todos los involucrados en la decisión. Sobre todo porque, si en aras de la protección de los consumidores, o de lo que sea, esto no se produce, se cae en una modalidad de arbitrismo paternalista intencional.
– Segunda lectura: el mantenimiento de la energía (en sus distintos formatos y formas de suministro) como servicio sujeto a precios intervenidos, algo que presagia que los procesos de liberalización en los sectores del gas y la electricidad tienen todavía muchos obstáculos políticos, filosóficos (y mentales) que resolver. Entre ellos una desconfianza hacia el mercado: si el mercado ofrece los resultados deseados es bueno y si no ofrece los resultados deseados es que es malo. Argumento en todo caso falaz, porque las alternativas al mercado son siempre menos eficientes y ofrecen efectos indeseados.
Por tanto, esta no decisión es una medida que se interpone en lo que debería ser la traslación de precios a los consumidores, con el fin de conseguir mejores ahorros, ajustes en los comportamientos y mayor eficiencia energética, incluso fomento de la sustitución de tecnologías por parte de los consumidores finales. Por tanto, la acción regulatoria altera los precios relativos de las tecnologías. Pero, la crisis aprieta y el conjunto de malas noticias a enviar a los ciudadanos es limitado, sobre todo, en tiempos de debilidad.
– Tercera, la satanización de los argumentos. Si, cuando las materias primas suben, lo hacen por la existencia de los “nefandos especuladores”, y no se traslada a los consumidores, cuando las materias primas bajan ¿qué pasará?. Ello introduce mecanismos de desconfianza también en los ciudanos que perciben esta asimetría justo en el sentido contrario. Hay que tener en cuenta que, realmente, las subidas y bajadas de precios se producen por la interacción entre oferta y demanda, y que la propia especulación es un comportamiento habitual en los mercados ¿Qué señales se trasladan a los consumidores para que sean conscientes de los precios reales? ¿Quién paga la diferencia?
Por tanto, el argumento políticamente correcto (pero económicamente erróneo) y biempensante estriba en la reducción de daños colaterales momentáneos: a los consumidores y ciudadanos. Pero al final todo se paga y todo llega, y probablemente las fórmas en que se produce esta demora, no sea la más conveniente ni para la economía, ni para los ciudadanos, ni para la propia política que se acotumbra a pervertir los mecanismos y el funcionamiento de los mercados y de la sociedad.